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Entrada original del superclásico disputado el 6 de abril de 1986 en la Bombonera (Foto: José Serio)

Pocas veces un balón es más recordado que un protagonista, que un equipo, que un entrenador. Pocas veces una pelota pasa a la inmortalidad por su apariencia, su color, su tesitura. En definitiva, lo que importa es el juego, el resultado, los actores que le dan vida a ese esférico.

Sin embargo, el 6 de abril de 1986 es recordado como el «Día de la pelota naranja». Hubo una histórica vuelta olímpica en la previa -sobre todo, por el contexto y todo lo que se generó alrededor de ella-. Hubo un equipo arrollador en la cancha, que le ganaba a Boca todos los clásicos que jugaba, casi con las medias, como se diría en el barrio. Hubo un equipo campeón.

Hubo también un goleador aquella recordada tarde. Un gladiador de mil batallas. Un ganador con todas las letras. Un verdugo eterno del rival de toda la vida, que veía la azul y oro y se agrandaba. Y si era en la cancha de ellos, mucho más. Las pedía todas. Y aquél domingo de abril de 1986, selló un pacto hasta su mortandad con una pelota que quedó en la historia, para toda la vida.

¿Hace falta relatar lo que pasó aquella jornada en la Bombonera? ¿Hace falta contar la epopeya de los muchachos del «Bambino», que le pintaron la cara a Boca cada vez que lo enfrentaron, que le dieron una vuelta olímpica en su casa y ganaron todo lo que jugaron? ¿Hace falta recordar, una vez más, los goles del gran «Beto» Alonso?

Las palabras sobran. Los detalles estadísticos también. Hoy se cumplen 27 años del «Día de la pelota naranja». Ese día que patentó un color que -a pesar de nuestro ADN predominantemente blanco y rojo-  se metió en el corazón del hincha de aquí a la eternidad.

Por Ubaldo Kunz