Isotipo_Figuras3

vs barcelona

Termina el partido. El árbitro pita el final y un sueño parece terminarse. Una ilusión permanente y eterna que giró en la cabeza y el corazón de millones y millones de personas estaría llegando a su fin. Sin embargo, la imagen es otra. De fondo, 20 mil personas que viajaron al otro lado del mundo despiden a sus héroes. La derrota episódica entre tantas jornadas nocturnas de gloria no olvida ningún momento vivido, no impide que miles que parecen (y son) millones revoleen sus remeras, muevan de lado a lado sus banderas rojas y blancas y revienten sus gargantas al ritmo de “no me importa nada, te vengo a alentar”. Ese canto que no es de festejo sino de orgullo. De eterno agradecimiento.

El equipo del Muñeco, de cuya mano llegamos a Japón, es eso. ¿Cómo no felicitar y enorgullecerse con tantas noches de triunfo, tantas historias que le contaremos a hijos, nietos, bisnietos y que ellos se encargarán de transmitir? Del “Parapam” y el “que viva el fútbol”; de los cabezazos de Mercado y Pezzela; de la Recopa en el Nuevo Gasómetro; del final de novela en México y los dos goles de Mora; de la agónica ventana para llegar a octavos; del gol de penal de Sánchez; del baile de Belo Horizonte; de la semi en Asunción; de los cabezazos con olor a eternidad de Alario y Funes Mori.

Pero el problema no es ganar, o por lo menos no lo es completamente. Los grandes equipos, aquellos que quedan en el recuerdo, no siempre triunfan. Pero siempre están. Siempre juegan, van al frente. Obligan a hinchas, periodistas, fanáticos del país y el mundo entero a hablar de ellos. Generan en su gente algo mucho más fuerte que una Copa: producen pasión eterna. Y lo hacen básicamente porque son terrenales, porque construyen la victoria y su propio andar con más amor propio qué dólares, con más alma y vida que recursos.

Es por eso que la humildad y la altivez en la derrota son marca de este equipo del Gallardo. Un plantel que se hizo de abajo, que parecía más de transición que de campeonatos y terminó con 4 títulos internacionales y un subcampeonato del mundo en un año y medio. Con jugadores que elevaron su nivel de manera agigantada y un plantel que no tiene héroes individuales. Lo dijo el propio Gallardo, cuando sostenía que su River tenía tres ejes fundamentales: “Primero, el equipo. Segundo, el equipo. Tercero, el equipo”.

Por eso esa brillante despedida, de una hinchada que hizo historia y, hay que decirlo, se bancó todas. Porque los récord y los banderazos en las calles de Tokio, la sorpresa de diarios españoles y transeúntes japoneses, no solamente no son casuales sino que son cosas menores. Porque esa gente, que hoy dio cátedra de cómo alentar en Japón, en realidad se destacó en los peores momentos. Cuando al defensor central del Barcelona Javier Mascherano le preguntaron si le sorprendía que River llevara tanta gente a tierras niponas, no dudó en responder: “La cantidad de gente que vino hasta Japón no me conmueve. Me conmovió la cantidad de gente que lo siguió en la B Nacional”.

¿Cómo no quedarse con esa imagen? Un equipo que hizo todo pero no pudo ante uno de los mejores equipos de toda la historia, en una despedida inolvidable de su gente. Esos que dieron mil noches de Gloria, tienen una de derrota, de orgullo eterno. Perdieron con flechas en el pecho y no en la nuca y saben que, en unos días, tienen que empezar de vuelta. Se rearmarán, la volverán a pelear, y tendrán un nuevo comienzo para empezar a caminar, de a poco, esos 18 mil kilómetros que separan el Monumental de Tokio. Se despiden con una medalla de Japón, pero van a volver. La historia no la escriben los que ganan, sino los que nunca abandonan.