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ortega

Hoy me levanté con una adrenalina especial. Fui al baño, me lavé la cara, calenté el agua para preparar un café y lo saludé a mi viejo. Los dos nos preguntamos, casi telepáticamente, si ya estábamos listos para salir. Los dos, con una ansiedad como hacía mucho no sentíamos. ¿Viste cuando tenés el cosquilleo ese que aparece en las grandes jornadas? Es ese nerviosismo emotivo que suele anteceder las grandes finales, o los partidos claves de Copa, o un superclásico. Eso es lo que domina mis primeras horas de este frío sábado 13 de julio.

Sin haber nada en juego, ni un título ni el honor de nuestra camiseta, me invade esa sensación extraña. No es una final. O en cierta forma, sí lo es. Es el final de la carrera del último gran ídolo de River. Del tipo que me arrancó miles de sonrisas. Que logró que me fuera afónico y hasta con lágrimas en los ojos en alguna gesta heroica, de esas que nos tenía acostumbrados. El que me llenó de fútbol. El que me hizo feliz con su talento innato «made in» potrero.

Tuve un tiempo que estuve enojado con Ariel, debo reconocerlo. Más allá de todas las alegrías que me generó en una cancha de fútbol, me sentí defraudado con aquél gesto que nos hizo en Rosario con la camiseta de Newell’s. Y esas ganas de «vacunarnos» con esos colores que no tenían nada que ver con su sentimiento. También me sentí dolido cuando veía que se acercaba el final de su carrera y no podíamos disfrutarlo a pleno como uno hubiese querido. Porque si hay algo que tengo claro es que si hubiese sido un poco más «profesional» (un poquito nomás) hoy seguiría luciendo la banda roja y sería el mejor de todos. No tengo dudas de eso.

Pero Ortega es Ortega, y pedirle que sea «otra cosa» atenta contra la naturaleza misma del Burrito. ¿Para qué cambiar a un tipo que fue lo que fue por ser como es? El paso del tiempo hizo cicatrizar ciertas heridas, y el amor por Ariel hoy es más inquebrantable que nunca. Ya te perdoné Ariel. Ya te quiero de nuevo. Porque sos, reitero, mi último gran ídolo.

Mientras termino el café, siento que mi viejo me habla pero me pierdo en un montón de imágenes que se me vienen a la cabeza. Y me pongo a pensar que con el correr de las horas voy a sentir la emoción que me generaba en el esplendor de su carrera, cuando sus gambetas y sus quiebres de cintura le daban a River sus primeros títulos en los 90’s. O cuando dejaba a Mc Callister desparramado en la Boca y a la Bombonera enmudecida por esos goles todavía gritados a Navarro Montoya. Y ni hablemos cuando en aquella fría noche de junio desparramaba a los defensores de América de Cali y nos hacía delirar de alegría con otra Libertadores en alto. O cuando el travesaño en Japón le jugaba una mala pasada, pero a los pocos días nos regalaba a modo de aliciente contra el dolor uno de los goles más hermosos de los últimos veinte años, contra Ferro en el Monumental.

Una tras otras, las imágenes se van repitiendo. Antes de salir para el Gallinero, relojeamos con mi viejo el cielo una y otra vez. Está muy nublado. Como ese domingo lluvioso del 2000, que regresó del Parma y nos hizo creer que Rosario Central era un equipo de la C con el baile que le pegaste. ¡Qué jugador Ariel! ¡Cuántos recuerdos que nos trae su sola presencia!

No llueve, por ahora. Pero en unos minutos el Monumental se va a inundar de emoción, una vez más. Por eso, no será un día más. No es un día más. Es el final del Ortega jugador. Es el final de un pedazo grande de historia futbolera. Es el final de una etapa. Pero de ninguna manera, es el final de nuestro amor.

Gracias por todo querido Ariel.

Por (el corazón y el sentimiento de) Ubaldo Kunz