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River Copa lIbertadores

La vida parece tener un solo escenario. El viaje de millones y millones después de 19 años de vaivenes tiene un solo destino. Y, donde todos los ojos están enfocados, llueve. Como si la épica no alcanzara, llueve. Como si faltara algo, llueve. Como si la historia dijera presente, llueve.

En realidad, y, para ser justos, el país se divide en dos partes desiguales. Más de la mitad no puede dormir pensando en este día. Los demás (los «menos algunos») dicen estar pendientes de las elecciones presidenciales que tendrán lugar el próximo sábado. Pero mienten. Así como abandonan, mienten. Están con la mente en el mismo lugar, pero hinchan por un tal «Tigres de México». Hasta se sacan fotos con sus jugadores.

Y entonces hay un punto, ubicado en la intersección de las Avenidas Figueroa Alcorta y Udaondo, que concentra todo. Sensaciones, gritos, llantos, expectativa. Vidas enteras pasan por un lugar. Noventa minutos las unen en una cruzada histórica.

El equipo entonces sale, caminando, como si desafiara a la ansiedad. Pero el Estadio explota. Se escucha todo. Quizás nada claro se oye, pero el ruido y el canto es ensordecedor.  Hay bengalas, papeles y aliento. La mayoría usa sus manos para aplaudir, pero no faltan los que las tienen en la boca cortándose las uñas.

En el verde césped hay once soldados. Afuera hay millones. Hay uno que parece que falta, pero todos sabemos que está. La Confederación Sudamericana con menos autoridad en años le prohíbe estar con su tropa en la batalla final. Pero no hay tarjeta roja que haga abandonar al guerrero.

Una pelota rueda, miles de vidas se mueven también. En el partido pasa poco, en los millones de corazones sucede un montón. Hay un mundo entero por cambiar, una Historia que encarrilar, un relato que contar.

Y eso llega. Porque en el minuto 44 con veintinueve segundos, la vida se detiene en un instante. Las millones de almas se dirigen hacia un punto. Vangioni ya tiró un centro. Alario ya cabeceó, y el balón le pide permiso a la Historia, y se cuela por el primer palo de Guzmán. El mundo se detiene. La red se infla y hace el ruido propio de la llegada de la eternidad.

Ya nada es igual. No hay cielo que contenga. Alario se va al córner, el ruido es infinito. El grito unificado del pueblo se dirige hacia un solo lugar.

Ya habrá tiempo para una segunda parte letal. Habrá un momento en el que River sufra, pero después terminará floreándose. Meterá dos goles más: uno de penal de Carlos Sánchez y otro de cabeza de Ramiro Funes Mori. Fernando Cavenaghi se irá de la cancha entre aplausos y lágrimas por la despedida única de un ídolo letal, de esos que nunca abandonan. El réferi dirá basta y todo será fiesta. Barovero y Cavenaghi levantarán la Copa. Habrá millones en el obelisco. Las tapas de los diarios del mundo hablarán de River. Las pantallas de los televisores mostrarán a River. Los oyentes de Radio escucharán de River.

Y encima no terminará allí. River viajará al día siguiente a Japón y traerá otra copa. Y el festejo seguirá. Y llegará a las semifinales de la Sudamericana que ya había ganado. Y ganará la semifinal del mundo para verse las caras con el Barcelona de Messi.

Pero, insisto, hay un momento en que el mundo se detiene. Un pedazo de tiempo que nunca pasará desapercibido. Porque a las once menos cuarto del 5 de Agosto de 2015 algo cambia para siempre. Si la vida se detiene en un instante, es porque hay un recuerdo que eternamente perdurará en la memoria.